2015 | Spanish | Novella | Excerpt
(*) Cover art courtesy of the amazing Daniel Córdoba García.
A social misfit taken by apathy with a desk job at the United States Postal Service, John lives a monotone existance until a clerical error forces him to leave the office and hit the road to deliver a package in hand. Once in front of the mysterious, isolated and formidable gate of the Wall Foundation he must choose to quickly go back to his dull life or ring the doorbell and navigate into the unknown.
Con el motor aún en marcha, me bajé para asegurarme de que estaba en el lugar correcto. Una pequeña y sencilla placa en el muro con el nombre de la fundación resolvió definitivamente mis dudas. Llamé al portero automático con prisa, ya que deseaba librarme de aquella tarea y regresar a la ciudad lo antes posible. Durante el camino de regreso -pensaba a la vez que aguardaba respuesta- ya inventaría alguna excusa que me librara de la amonestación de mi jefe aunque, para ser sincero, no creía que mi retraso le importara mucho. Lo más seguro es que ni siquiera se hubiera percatado de mi ausencia y, mucho menos, del cambio de turno, así como no sería la primera vez que la Oficina de Correos sufría un imprevisto que impidiera entregar los paquetes y cartas en la fecha señalada. La responsabilidad, como la naturaleza del percance, serían ajenas al propio organismo y únicamente el ciudadano pagaría las consecuencias. Así funcionaba la administración pública pero, por una vez, me beneficiaría de ello, y no lo pensé demasiado.
Aguardé cortésmente una respuesta pero no sucedió nada e insistí dos veces más con idéntico resultado. Era más que evidente que no había nadie al otro lado. Valoré la posibilidad de regresar, encaramarle a otro la responsabilidad -otro hábito en la Oficina de Correos- y olvidar ese nefasto día, pero ya que había llegado tan lejos lo menos que podía hacer era terminar el trabajo y darle así algún sentido a mi aventura. No había buzón ni nada que se le pareciera, de modo que si quería entregar el paquete debía entrar en la propiedad y dejarlo, al menos, al otro lado de la verja. De nuevo, la fortuna estaba de mi lado -me hubiera gustado disfrutar de su escurridiza atención en otros momentos de mi vida, cuando había algo que ganar en el proceso- y la puerta se abrió sin dificultad.
Crucé el umbral titubeando por si hubiera perros guardianes ya que había más de una anécdota al respecto circulando por la oficina, pero no se escuchaba nada, ni tan siquiera el incesante canto de los grillos que se relaciona de un modo instantáneo con el campo. Aguardé unos instantes sin saber qué hacer a continuación y, finalmente, con el paquete en las manos, decidí avanzar y poner pie en los terrenos de la fundación. Me sentía como un ladrón entrando de ese modo furtivo en el lugar, al amparo de la oscuridad, y decidí dejar el bulto, tal y como había pensado antes, al otro lado de la verja. A buen seguro, alguien lo encontraría al día siguiente y haría la entrega a la persona correspondiente. Faltaría la firma del interesado, pero yo podría volver a mi casa y a mi ritual rutina dejando atrás la novatada a la que me habían sometido mis compañeros, regresando el río a su cauce sin mayores consecuencias.
Cuando me agaché para dejar lo que me había llevado hasta allí, sin embargo, escuché un ruido. Debo reconocer que mi cuerpo tensó todos sus músculos sin pedir permiso para ello. Las luces de la furgoneta no alumbraban lo suficiente y escudriñé, conteniendo el aliento, la oscuridad que me rodeaba.
-¡Hola! ¿Hay alguien ahí?