2019 | Spanish | Flash Fiction | Full
(*) Image by Max Pixel, licensed under CC0 Public Domain.
Me despierto cuando ya no tengo más sueño. Un largo bostezo y estirarme con calma; no tengo prisa. Sobre la mesa, un pedazo de pizza fría. Lo huelo a ver si invita, pero creo que será mejor comer fuera. Eso sí, antes hay que asearse; no puede uno salir a la calle con cara de sueño, menos aún pasado el mediodía. No tengo trabajo, pero tampoco facturas; mis benefactores se encargan de eso. Supongo que debería estar agradecido, no obstante siento que no me atañen asuntos tan mundanos. Espero que no se me juzgue duramente por ello.
Una vez en la calle, echo a andar con calma mientras observo a los unos afanándose en sus tareas y a los otros yendo y viniendo de un lado para otro, ajetreados y con cara de pocos amigos. Otro día en la gran ciudad, ¿no es así?
Las punzadas del hambre me obligan a escoger el rumbo: restaurante italiano, comida turca, asador argentino… ¿Qué me apetece hoy? Creo que me acercaré a ver qué ha cocinado hoy la simpática abuela del 5º B. La buena señora tiene una mano que ya querrían muchos chef de cuisine, y nunca me dice que no. Sé que le caigo bien y le alegro el día cuando me paso por allí, ¿acaso mi compañía no vale un plato de ropa vieja?
Después de comer, siempre me entra un poco de sueño así que busco un buen lugar donde echarme la siesta; a ser posible, donde me dé el sol. La digestión es un proceso delicado y requiere ciertas comodidades, hay que saber cuidarse si uno quiere llegar a viejo con buena salud. Por la tarde, continúo mi paseo para quemar la energía acumulada o me costará conciliar el sueño más adelante. De lejos, veo al engreído de Omar. Creía que estaría lamiéndose las heridas después de la pelea del otro día, pero parece que el muy necio no sabe cuándo uno es derrotado. Tuvimos un encontronazo en un callejón y me vi obligado a enseñarle quién es el que manda en el barrio. Omar “el tuerto” le llamarán a partir de ahora donde vaya. Creía que había aprendido la lección y estaba dispuesto a dejarle en paz si mostraba cierta humildad y sentido común, pero reconozco que me irrita verle pavonéandose por ahí como si no le hicieran falta los dos ojos para sobrevivir. Nada más verme, sin embargo, pone pies en polvorosa el cobarde. Creo que le dejaré en paz una temporada si continúa comportándose como es debido. Cuando alcanzo el lugar donde se encontraba antes de su huida, miro hacia arriba, tal y como había hecho él, a la ventana del segundo piso del edificio blanco. Allí está nuestra Helena de Troya: Olivia.
Siempre mirando a través del cristal, como si le atrajera el mundo pero no lo considerara digno de ella. Todo el barrio sabe que desciende de la nobleza y ella se encarga con su elegancia de despejar cualquier duda al respecto. Lo bueno de las princesas es que dan por hecho su sangre azul, así como sus privilegios, y no pueden resistirse a un canalla descastado como yo. Cuando caiga el sol, llamaré a su puerta y le robaré unos arrumacos. Se encuentra tan sola en su jaula de oro que nunca puede negarme mis caprichos. Después de todo, alguien tiene que contarle los rumores y cuchicheos de más allá de palacio.
De pronto, oigo un ruido apenas a unos metros de donde estoy. Un niño me mira fijamente. ¿Qué diablos se propone?
Lo curioso en esta historia es que el niño se preguntaba lo mismo de aquel gato que le miraba sin pestañear.